No me apetece nada con gas

Hace un par de semanas, leyendo las noticias, me encontré con un titular en el que se decía que se habían encontrado restos del gas VX en el rostro del cadáver de Kim Jong-Nam, el hermano paterno de Kim Jong-Un. Durante unos instantes pensé en lo que podría haber sentido aquel hombre antes de morir. Y, ¿por qué no?, también pensé sobre el sentido que tenía hacer morir a una persona de esa manera. No encontré respuesta. Bueno si, os remito a la cita de Albert Einstein que incluí en mi artículo titulado “una de curvas”.

Existen muchas formas de hacer morir a una persona. Mi preferida es hacer morir a alguien de risa, pero intuyo que quienes deseaban la muerte de ese hombre no tuvieron en cuenta esta modalidad. Es más,

quisieron que la víctima padeciera mucho sufrimiento. Y me inclino a  pensar eso porque el gas VX, también conocido como S-[2-(Diisopropilamino)etil]metilfosfonotioato de O-etilo (si aprendes a decir esto sin titubear y de carrerilla te dan el título de Logopeda Cum Laude), es el segundo gas nervioso más potente del planeta. Y es precisamente esta característica por la que se le atribuye la letra V en su denominación, avisando con ello de que su persistencia es aún mayor que sus primos el gas Tibún (GA) o el gas Sarín (GB). En estado puro, su peligro inicial reside en que no es fácilmente detectable: no tiene olor ni color. A lo que hay que añadir que su viscosidad lo hace especialmente peligroso, pues no se evapora fácilmente, resultando persistente allá donde quede impregnado. Sólo 10 miligramos bastan

para resultar letal. Por todo ello las Naciones Unidas lo han clasificado como  arma de destrucción masiva y, por todo ello, está prohibida su producción por la Convención sobre Armas Químicas. Pero, ¿y qué pasa con lo que se haya fabricado hasta ahora?. Pues actualmente, las reservas de este producto se encuentran marcadas químicamente. Eso quiere decir que los países de la OTAN las tienen almacenadas en color azul, mientras que los países del Pacto de Varsovia las tienen en color verde. Sólo hay que sumar dos más dos para llegar a las siguientes conclusiones. En primer lugar, siendo todo esto así, y a raíz de la muerte del fulano este, uno de los dos bloques (OTAN o Pacto de Varsovia) debería tener un déficit en sus arcas, y alguno de los países de ese bloque sería el responsable de haber vendido el gas a quienes decidieron administrárselo a Kim Yong-Un. Esto se determinaría por trazabilidad. En segundo lugar, existe la posibilidad de que uno llegue a otra hipótesis, que alguien lo haya fabricado, lo que pondría sobre el mantel una pregunta peliaguda: ¿quién vigila que nadie fabrique VX?.

En 1996 tuvimos noticia de este gas por una película, “La roca” interpretada por Nicolas Cage, Sean Conery y Ed Harris. Para aquellos que la tengáis fresca en la memoria, ¿recordáis de qué color eran las bolas en las que estaba almacenado el gas? ¡¡¡Eran verdes!!! Así que, de alguna manera nos estaban diciendo de dónde procedían, ¿no? Además, en la película se podían ver parte de los efectos del VX en el cuerpo humano. Tales como sobreestimulación de los músculos, lo que conlleva una pérdida de control sobre éstos hasta llegar a padecer convulsiones, junto con la pérdida de la capacidad de respirar.

Volviendo a la película, en ella aparecen unas inyecciones que contienen el antídoto para este tipo de gas: la atropina. ¿Sabéis ese dicho que dice “la mancha de una mora con otra se quita”?. Pues es aplicable, más o menos, en este caso. La atropina es una toxina que tiene efectos opuestos a los generados por el gas, de modo que así equilibramos los síntomas. Así que, si por una parte el gas nos genera un exceso de salivación, presión en el pecho y dificultad para respirar, la inyección de atropina nos seca la boca y nos crea taquicardia. Quizá por aquello de magnificar las virtudes del héroe (Nicolas Cage), se ha exagerado un poco el tamaño de las inyecciones, esto provoca en el espectador una sensación de incomodidad ante la perspectiva de tener que aplicarse el antídoto. En la realidad se utilizarían autoinyectores que, apoyados en músculos de grandes dimensiones como el muslo, permiten atravesar ropa y piel, al ser el propio dispositivo el que libera la aguja que alberga en su interior y, posteriormente, inyecta la sustancia a nivel intramuscular. Pero nuestro héroe va más allá porque, tras inyectarse la atropina, se recupera milagrosamente, cuando en la realidad una sola inyección no sería suficiente. Eso sin contar que necesitaría ventilación extra. Para terminar de rematar el despropósito, en el film el gas pasa a estado gaseoso. En este estado su velocidad de actuación es prácticamente instantánea, sobre todo si es absorbido por la piel o los ojos, como es el caso de nuestro protagonista. Pero tampoco nos vamos a poner exquisitos, sólo es una película. Ya hemos visto que, en la realidad, las cosas son bastante diferentes y los resultados también.

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José Alberto Aijón Jiménez

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